Destiempo
Yadira Margarita Núñez Meneses
En un cuartucho de paredes desgastadas, una araña desciende cautelosa de su elástico sedal acechando, con sus cuatro pares de ojos, a la posible presa: una mosca que zigzagueaba sobre una cama sucia y distendida. En una esquina de la habitación, sobre una mesa de madera roída, hay un pan mohoso cuyas migas esparcidas por el piso son robadas por un enjambre de insectos que a paso marcial avanzan en fila hasta perderse en un orificio entre la pared. Una palomilla vuela alrededor de un foco, quemándose cada vez que lo toca, pero no cesa su intento de llegar a la luz.
Sin advertir el espectáculo artrópodo, Rufino divagaba, con la vista perdida en lo profundo de una mancha freudiana, trazada por el abandono y la humedad, sobre el muro. El tiempo parece suspendido; el reloj, que cuelga muerto sobre la pared, marca siempre la misma hora.
El sol es devorado por los edificios de la urbe. La noche surge tan oscura que la misma luna teme aparecer.
Por afuera de la ventana se alcanzan a escuchar voces de borrachos que emergen de las fauces de una cantina, con sus cerebros digeridos por la saliva de caña.
Rufino sigue en su letargo.
Se escuchan pasos fuera del edificio, inadvertidos para Rufino, como ese día en que fue feliz y su memoria no recuerda.
Su rostro de pronto se tensa haciendo sus facciones disformes, como si un espectro de lo más profundo de los infiernos se le hubiera aparecido frente a frente. La faz de Rufino se pone sudorosa y se frota las manos mientras camina de un lado a otro tropezando con la basura diseminada por el piso. Una pestilencia impregnaba el ambiente; no se sabría si era la rata muerta detrás de la estufa, el alimento echado a perder dentro del refrigerador en desuso por falta de energía eléctrica o la combinación de ambos. El hombre se derrumba sobre la silla que esta frente a la cama, se inclina hacia delante, pone los codos sobre las piernas y descansa su rostro entre las manos, ocultándole sus pesadillas a un espejo roto, que descubría observándolo cada vez que volteaba a verlo.
De pronto, Rufino, como un resorte se alza de su asiento y levanta el colchón de la cama recorriendo la base con la vista; mas al parecer no obtiene lo que busca y deja caer el colchón en su lugar. Luego va hacia el buró situado en un extremo de la cama y abre el primer cajón, toma al vuelo los objetos que contiene y los arroja al piso con furia; hace lo mismo con los cajones restantes, el último que tampoco contiene lo que busca, es arrojado contra la pared con tal fuerza que la araña deja de devorar a su presa para huir despavorida y desaparecer en un orificio del muro. Rufino lanza una especie de alarido y se jala el cabello como si quisiera arrancárselo. En eso mira el refrigerador, sus ojos se iluminan, su garganta emite un ruido como el graznar de los cuervos, al parecer un intento de regocijo. Se dirige remiso hacia él, sus pasos son vacilantes y torpes. Abre el cajón legumbrero lentamente, una paloma pasa por su ventana algo lerda, golpeando el vidrio, Rufino se estremece y su piel se pone de gallina. Mete la mano al cajón
Sus ojos se iluminan y en su rostro aparece una mueca retorcida. Toma un pequeño revolver y percatándose de que esta cargado lo guardó en la bolsa derecha de su chamarra. Sale de la habitación. Baja rápidamente las escaleras hasta el primer piso, se dirige a la puerta principal sobreprotegida con tablas horizontales, saca primero la cabeza y al ver la calle desierta sale del edificio. Camina apresurado volviendo constantemente la cabeza. Con la mano en la bolsa de la chamarra, aprieta el arma con fuerza.
Así cavilaba mientras se dirigía a su destino, miraba a las personas a su alrededor y sentía que lo culpaban por un delito que aun no sucedía, pero que había cometido muchas veces en su cabeza. Su pie derecho trató de regresar, pero su pie izquierdo siempre fue más fuerte y no lo dejó.
Sólo quedaba una calle para llegar al negocio del prestamista. Los segundos se volvieron horas, todo parecía ir en cámara lenta. Apretó con más fuerza la pistola, como si sostuviera su vida en ella. Al bajar la banqueta para cruzar la avenida un rechinar de llantas sobre el pavimento lo hizo salir de su reflexión. Un Mustang negro pareció salir de la nada. Al verlo, Rufino sonrió y extendió sus brazos como queriendo abrazarlo. El auto lo golpeó tan fuerte que lo hizo volar por los aires. Rufino cayó a mitad de la calle; ahí quedó bañado en sangre y con el cráneo destrozado…
Lo último que vio fue al prestamista salir de su negocio, cerrando la puerta tras de sí y llevando una bolsa de lona bajo el brazo.
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